Los padres y madres se supone que somos personas adultas y como tales nos deberíamos caracterizar por nuestra capacidad de conjugar sentimientos ambivalentes o contrapuestos, como por ejemplo el enfado y el amor.
Cuando nuestros hijos hacen alguna cosa que desaprobamos, cuando nos tratan de mala manera o nos dicen algún insulto, tenemos todo el derecho a enfadarnos y expresar nuestro disgusto. No sólo tenemos derecho, si no que incluso es recomendable hacerlo. Pero conviene que aprendamos a hacerlo sin dramas, con un toque sereno y manteniendo siempre intacto el amor.
Sería síntoma de una simplicidad y de una inmadurez impropia de un adulto, dar a entender a nuestros hijos que nuestro amor está supeditado a su conducta y que estar enfadados es incompatible con el hecho de amar. Expresiones como “Estoy muy enfadada contigo y no te quiero” o “Si haces eso no te querré”, instauran las bases del chantaje emocional, la dependencia y la sumisión del otro, y puede tener futuras repercusiones negativas en su manera de relacionarse.
Nuestro amor ha de ser sólido, incondicional y gratuito. Debe de estar a prueba de sus conductas, de sus aciertos y desaciertos, y sobre todo de los vaivenes emocionales que todo esto nos genere. Los hemos de querer por quiénes son y por cómo son, y no por lo que hacen o dejan de hacer.
En lugar de convertir nuestro amor en moneda de cambio, es preferible enseñarlos a enfadarse bien, sin explosiones malsanas, sin dramas, represalias ni revanchas, y convertirnos a la vez en un buen referente del hecho que es posible enfadarse si hacer sangre y sin dañar los vínculos afectivos. Esto nos hará fiables a sus ojos y les proporcionará un sentimiento de seguridad imprescindible para crecer emocionalmente sanos.
Eva Bach, escritora y pedagoga, aporta reflexiones sobre la comunicación entre padres e hijos a partir de una frase que nos ayuda a educar
El artículo original está escrito en catalán y lo ha traducido Cristina Sanz
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