He releído este artículo escrito por mi amiga y compañera María del Mar Clavera, ¡que tanto sabe de estos temas!, y quiero compartir con vosotros sus reflexiones. ¡Gracias M. del Mar!
Cuando uno se convierte en padre o madre siempre tiene una serie de ideas preconcebidas forjadas a partir de su experiencia vital, que le hacen plantearse por un lado cómo será como padre o madre, y por el otro sobre cómo será su hijo/a.
Además no olvidemos en que vivimos en una sociedad de consumo, en la que se trabaja para que haya una idealización de todo el proceso, con lo que es muy fácil y tentador imaginar que tendremos un hijo perfecto y bien dotado, al que sabremos educar para que desarrolle un sinfín de capacidades y del que podamos sentirnos orgullosos.
Pero ¿qué pasa cuando nuestro hijo nos defrauda porque no reúne los requisitos para ser siempre fuente de satisfacción?. Estoy hablando del niño «diferente» en algún sentido, o con un déficit en sus capacidades, o también del que desde la cuna empieza a darnos señales de que será difícil de criar… irritables, insomnes, poco adaptables y una larga lista más.
Los que nos dedicamos a la Salud Mental Infantojuvenil vemos a menudo lo perjudicial que puede resultar para el desarrollo de un niño que sus padres tengan unas expectativas inadecuadas sobre él. Está en juego nada menos que su autoestima y también su estabilidad emocional.
La relación padres-hijos se va construyendo día a día, en un proceso de interacción constante entre ambos, en el que lógicamente la relación de fuerzas no es igual. Son los padres los que, por su madurez y responsabilidad, deben asumir que no pueden tener criterios inamovibles sobre lo que su hijo debe llegar a ser o hacer.
Hay un proverbio oriental del que quizás podríamos aprender: Cuando uno se convierte en padre, debería pensar «éste es mi hijo» en lugar de «quiero que mi hijo sea».
Sé que puede ser muy frustrante tener que aceptar que a lo mejor el hijo de un gran deportista, o músico, o profesional de éxito, no va a seguir los pasos de sus progenitores. Porque quizás no esté bien dotado para ello, o incluso «peor», porque sencillamente no quiere!. Como también lo es para unos padres que pueden dar a sus hijos las oportunidades que ellos no tuvieron, enfrentarse a que éstos las desaprovechan.
La cosa muchas veces se complica cuando llegan a la adolescencia, época de cambios casi por definición, donde a veces vemos que los niños que hasta entonces habían seguido sin rechistar las consignas que sus padres les había ido marcando, pueden sorprendernos con un cambio drástico de rumbo. Así, el estudiante disciplinado y voluntarioso, sobre el que teníamos grandes expectativas para una carrera brillante, de pronto se muestra irresponsable y pasota, o se planta con que no quiere seguir estudiando. Y la que prometía ser una estrella del patinaje decide colgar los patines para siempre.
En esas circunstancias es muy comprensible que los padres se sientan frustrados, teniendo que aceptar que a pesar de poner todo de su parte para que el hijo alcanzara determinados objetivos, éstos nunca se van a llegar a cumplir.
Pero un padre nunca puede permitir que esa frustración deteriore la calidad de la relación con su hijo, porque en gran parte está en su mano que llegue a ser una buena persona, feliz y segura de sí misma. Y al final y al cabo esto es lo único realmente importante.